Corazón en
blanco
1
Aquella tarde estaba claro que también iba a ser una de tantas en blanco. Nada se le ocurría. Absolutamente nada.
Estaba sentado
frente a una mesa en el rincón de siempre, del café de costumbre. Sobre ésta,
esparcidos por doquier, había una serie inconexa de folios cuajados de borrones
y tachaduras. Repletos de frases empezadas y no terminadas. Apuntes de ideas
tiradas al azar y sin visos de madurar en nada concreto. Y las frases y apuntes
que sí lo estaban, ya no valían para nada, pues ambas cosas habían sido
emborronadas para ser corregidas sin fecha fija. Probablemente terminarían en
nada como todo lo demás.
Otros tantos
folios, con peor suerte, descansaban arrugados en una esquina de la mesa. Al
menos así era desde que el hombre que atendía las mesas del local le había
advertido numerosas veces que dejara de tirarlas al suelo. Tampoco había
conseguido que las tirara a la papelera. Debía de suponer un esfuerzo
extraordinario para el tipo, pero al menos, ya era un logro.
El cenicero
lleno y la cabeza más vacía que la papelera. Así es como se encontraba aquél
individuo. Viendo pasar las horas…
Levantó la mano
haciendo una seña al camarero. Este al verlo, no pudo por menos que hacer una
desagradable mueca al tiempo que levantaba las cejas en señal de desaprobación
al tiempo que resoplaba por la nariz.
Con tal gesto
despectivo y con parsimonia exquisita, se acercó a la mesa de Julián. Era su
baza. No estaba dispuesto de ningún modo a preguntarle qué era lo que quería.
- Otro café –
dijo Julián escuetamente.
El camarero,
con una bandeja de acero en una mano y un paño en la otra, dio media vuelta y
se acercó de mala gana a la barra. Allí se le oyó murmurar:
- Si tú no me
dices por favor, no voy a ser yo quien te diga gracias. ¡Nos ha jorobado el tío
este!
Pidió el café al compañero que lavaba unos vasos en una pila al otro extremo de la barra.
Pidió el café al compañero que lavaba unos vasos en una pila al otro extremo de la barra.
- Pues con este
ya van cuatro… - dijo este secándose las manos en el mandil.
- Sí... - dijo
el otro desde fuera de la barra sin dejar de mirar a Julián por encima del
hombro. Se palpaba que no era excesivo el cariño que le tenían.
Mientras venía
el nuevo café, Julián miraba hacia la calle a través de la cristalera. Miraba
sin ver. Veía pasar la gente que con paso inquieto trataba de refugiarse de la
pertinaz lluvia que venía cayendo durante toda la tarde.
La mirada
perdida de Julián se dirigía de las gentes que iban y venían, a los coches que
subían y bajaban por la avenida. De estos a las luces de los semáforos, de
estos, a los charcos que se formaban en la acera y que recibían las gotas de
lluvia… y así, continuamente… Su mirada vagaba incansable de una cosa a otra,
sin saber exactamente por qué ni para qué. Se engañaba a sí mismo esperando ver
en algo la inspiración que le faltaba. Pero tan perdida como su mirada, estaba
su capacidad de pensamiento.
¿Qué buscaba?
¿La inspiración? No lo sabía. Sólo sabía una cosa: que sus deudas crecían y
crecía n por momentos y que los acreedores no esperaban. Muy al contrario,
desesperaban.
El camarero
dejó el café en su mesa cerca del cenicero. Sin decir palabra. Pero Julián
estaba tan abstraído mirando ahora el conjunto de folios en blanco, que no se
dio cuenta. Un minuto después…
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