sábado, 28 de junio de 2014

Mi tío Pepe 6


6

Afortunadamente para ellos, el destino quiso que el buque de mi tío pasara por allí, subiéndolos a bordo. No sé tampoco en que número, pero tal vez eso sea lo de menos. Lo de más, como tantas veces, fue el gesto. El gesto noble y valiente de un Oficial de la Armada, mi tío Pepe. Salvó la vida de muchos hombres que de otro modo habrían tenido una muerte segura.


Aquel hecho le valió ser condecorado hasta por los propios alemanes, en otro gesto de reconocimiento y gratitud.


Seguramente mi tío atesoró otras muchas buenas acciones que jalonaron un magnifico historial que le valió para llegar a ser Almirante.


Las buenas cualidades humanas que recuerdo de él me bastan para creer que las profesionales no lo fueron menos. Sin duda estuvieron al mismo nivel.


Recuerdo que si oía hablar de aquello, era porque en una u otra ocasión lo mencionaban mi tía Agustina o mis primos, sus hijos, o mi propio padre. A mi tío Pepe, nunca le oí mencionar una palabra de ello. No se vanagloriaba de ello.


Las voces de los demás, las condecoraciones que alguna vez tuve en mis propias manos, y el Certificado colgado en la pared, eran los que hablaban de lo que mi tío Pepe hizo una vez. Tengo incluso una idea muy vaga de que algunos de aquellos tripulantes escribía a mi tío ya pasados los años de aquello. Tal vez todos los años por Navidad, pero no lo sé muy seguro.
Años después, mi tío pasó al retiro forzoso por culpa de la diabetes que lo dejó sin vista. Así es como yo le conocí y como le recuerdo con sus gafas negras de gruesa montura de pasta. Pero si sé que mi Tío Pepe era bueno, aquella minusvalía creo que debió de hacerle tener un corazón todavía más grande.



Nunca debió de imaginar mi Tío que algún día a mi me daría por hablar de él cómo lo estoy haciendo. Y tampoco puedo imaginar lo orgulloso que estaría yo de haberle tenido a mi lado, y por tantas cosas como recuerdo de él. Por aquellas sus rodillas que siempre me acogieron con cariño. Ya sabéis, el mismo cariño que un abuelo le daría a sus nietos.


Vuelvo a decir que no recuerdo de él ni un solo mal gesto. Ni un momento de mal humor a pesar de su ceguera. Nunca lo tuvo. Y si lo tuvo, buen cuidado puso en que no lo percibiera. Un ejemplo, tal vez uno más de las muchas cosas que agradecerle.


De modo que, si no es por su causa el origen de mi gusto por lo marinero, al menos sí es el recuerdo más lejano que conservo de mi relación con el mar.


Bueno, aunque al final he enredado la madeja, como siempre que me pongo a escribir, por fin he conseguido terminar como había empezado. Explorando el origen de mi afición por la mar.


Tal vez, haya tenido visos de ser una autobiografía, pero no pretendía que fuera eso. Esos recuerdos tan lejanos, que afloran por sí solos sin que los llames, siempre es bueno aprovecharlos. Siempre es bonito tenerlos presentes.


No quiero dejar de mencionar que tengo que un primo - hijo de mis tíos Pepe y Agustina -, que sí supo seguir en su momento la llamada de esa vocación. A día de hoy, mi primo Miguel Ángel, es Capitán de Navío. Como se suele decir, de tal palo, tal astilla.


Supongo que si no ha navegado ya, después de tantos años, por los siete mares, pocos deben ser ya los que le queden por surcar.


Ahora, para despedirme, quisiera hacerlo con unas palabras de Rafael Alberti que lo dicen todo para mí:

“Sobre el corazón, un ancla,
y sobre el ancla, una estrella,
y sobre la estrella, el viento,
y sobre el viento, una vela.”
- Rafael Alberti -

FIN

Madrid, 20 de Agosto de 2002
José Carlos Ojeda
El Viejo Capitán

Mi tío Pepe 5


5

El otro recuerdo al que me refería, era la costumbre que tenía de darme una moneda de cinco pesetas para ir a montar en los caballitos de la Plaza. ¿O quizá fuera un Paseo? En cualquier caso, estaba cerca del Paseo marítimo. Desde allí veía pasar a menudo un tren que echaba un espeso humo por su chimenea. Un humo a veces blanco como las nubes, y a veces negro como el azabache.

¿Lo veis? Me ha vuelto ha ocurrir. Hablando de una cosa surge otra. Ahora me ha venido a la memoria otro recuerdo. El recuerdo de un peligroso juego con el que mis amigos y yo aprovechábamos el paso de aquel tren. No se nos ocurría otra cosa mejor que poner monedas de una peseta o céntimos en la vía para ver cual era la que quedaba más deformada al paso de las ruedas de aquel tren.

Muy peligroso el jueguecito, ¿no os parece? ¡Qué inconsciencia! Gracias a Dios, nunca nos ocurrió nada ni a mis amigos ni a mí. Solo nos preocupaba la moneda más aplastada, que al final sería la que daría la victoria a su propietario.

¡Dios! ¡Que locura! Me recorre un escalofrío sólo pensarlo ahora... Pero volviendo a lo de las cinco pesetas, eso quizá sea algo que de cara a quienes sean más jóvenes que yo, les haga gracia. ¡Cinco pesetas para montar a los caballitos! ¡Imposible! ¿Pero de que eran los caballitos? ¿De cartón? Pues no. Eran unos bonitos caballos de madera, adornados de bonitos y llamativos colores que había en un tiovivo. Un tiovivo de los de toda la vida. De los que hoy siguen volviendo locos a los niños como mi hija Miriam de tres añitos o a mi hija Ana Isabel de diez, que aunque ya prefiere emociones más fuertes como puedan ser las montañas rusas, no le hace ascos a montarse en un tiovivo con su hermana si se le presenta la oportunidad.

Sigo hablando de las cinco pesetas. Tal vez les haga gracia a los que sean más jóvenes que yo, saber que no era la moneda de cinco pesetas que ellos han conocido. Sin embargo, a los que como yo pasen de los cuarenta, se les encenderá una chispita de nostalgia al recordar aquella moneda grandota de cinco pesetas. Una moneda que era tan grande o más que la que años después fuera la moneda de cincuenta pesetas.

Amigos, es que entonces cinco pesetas, eran cinco pesetas. ¿Alguien se puede imaginar que la peseta estuvo una vez, a la par del dólar? Pues sí. Una peseta, un dólar. ¡No, eso yo no lo he conocido! Pero lo sé.

Aquellas cinco pesetas daban para mucho, y no siempre me las gastaba en los caballitos. Otras veces me daba por comprar unos cucuruchos de bígaros en las puertas de la calle. Los comía con verdadera fruición con la ayuda de un alfiler. ¡Estaban buenísimos! ¡Os lo puedo asegurar! Raro vicio el mío, ¿no? Ahora, los niños compran “chuches” y golosinas... ¡Pero a mí me encantaban los bígaros!

Sin embargo, había también unos juguetes que a mí me chiflaban. Eran unos desmontables de plástico que se vendían en sobres cerrados de papel, y que yo coleccionaba. ¿Adivináis que clase de juguetes eran? ¿Coches? No. ¿Aviones? No. ¿Soldaditos? No, tampoco eran soldaditos. ¡Eran barcos!

Llegué a tener una flota entera de ellos. Barcos y submarinos. Con ellos jugaba después en todas partes. En la playa, en las fuentes, en los charcos, y hasta en la propia bañera de casa.

Esta afición me persiguió durante años, porque recuerdo que con unos pocos años más, unos diez, ya aquí en Madrid, mi abuela materna me llenaba un barreño de plástico con agua. En la mesa de la cocina, mientras ella hacía sus galletas en el horno – era una estupenda e infatigable repostera, dicho sea de paso -, con el sonido de las radionovelas de Matilde Vilariño de fondo, yo me montaba mis aventuras marinas y submarinas. Barcos, submarinos y algún que otro Madelman de los que hoy pretenden resucitar, eran los protagonistas de aquellas aventuras.

Pido disculpas de nuevo, porque de nuevo he vuelto a derrapar. He vuelto a irme por los Cerros de Úbeda. Vuelvo a mi tío Pepe que es lo que me ha traído aquí. Si bien no recuerdo las historias que me contaba, como ya he dicho, hay un episodio de su vida que sí recuerdo con bastante claridad. Y es un episodio cierto, no una de las tantas historias que me contaba. Historias que tal vez hablaban de serpientes marinas de siete cabezas.

No, esto que voy a contar fue un hecho cierto. Y prueba de ello, era el correspondiente certificado enmarcado y colgado en una pared de casa, que daba fe del mismo.

Siendo Oficial de la Armada –lo siento, no recuerdo en que grado- y estando al mando de un buque. Tampoco sé a ciencia cierta de qué tipo, si fragata, navío o cual pudo ser, el caso es que en plena Segunda Guerra Mundial, un buque alemán había sido torpedeado y hundido por las Fuerzas Navales Aliadas. Un buen número de marinos alemanes quedaron a la deriva en altamar.

Continuará...

Mi tío Pepe - 6 -

J.C.Ojeda García del Moral
El Viejo Capitán
2002

Mi tío Pepe 4


4

Si no me creéis, os puedo decir que bastó con el intento que hizo de bajar por la fachada de casa por un canalón de uralita, creo que desde un tercer piso. Ni que decir tiene, que el canalón no aguantó el peso y se hizo añicos. El borde afilado de los fragmentos y la caída en sí desde esa altura, propiciaron que con el tiempo luciera en su cuerpo más cicatrices que un torero.

Cómo por edad yo no viví aquel episodio, porque mi hermano me llevaba once años de diferencia, no se puede decir que aquello me sirviera de ejemplo. O sea que fui autodidacta. Mi hermana si que lo vivió de cerca. Ese, y otros episodios como ese. Sin embargo yo, era apenas un bebé o poco más que eso.

¿Alguien quiere que cuente una de mi hermano? Lo siento, pero no me resisto a no hacerlo. Esto también lo sé de oídas porque no lo viví, pero lo contaré igual.

Un buen día, se presentó en casa una madre con su hijo de la mano. Hasta aquí todo bien ¿no? Sí, todo bien de no ser porque el niño iba perfectamente pintado con brocha gorda con pintura negra. Todo él. Desde el pelo hasta la punta de los pies. Todo. Pelo, piel, ropa, zapatos... No sé bien qué dijo mi madre cuando abrió la puerta y vio aquello. No sé si dijo: ¿Qué es esto? O ¿Pero qué ha pasado? O si echándose las manos a la cabeza pegó un grito. En cualquier caso no tardó en imaginarse, eso seguro, que mi hermano tenía algo que ver con lo que había pasado.

“¡Mira lo que ha hecho tu hijo!” -, dijo la madre del niño confirmando tal vez las sospechas de la mía. Sí, tal vez antes de oír esto, mi madre imaginó que mi hermano tenía algo que ver en todo aquello. 

Cuando le echó el guante y le pidió explicaciones sobre lo que había hecho, mi hermano fue rotundo: “Es que estaba jugando a los angelitos negros”.

Y era verdad. “No hizo” nada malo. Se limitó a llevar a la práctica la canción de Antonio Machín, que en aquella época debió de tener mucho éxito. La canción no era otra que “Angelitos Negros”.

Un “angelito” también mi hermano que en paz descanse, como se puede ver. Pero bueno, basta ya. Cualquiera podría pensar a estas alturas que esto no es otra cosa que una autobiografía, y de verdad que no era esa mi intención. Lo que hasta aquí habéis leído, ha surgido por sí solo como una sucesión de hechos encadenados. Por lo tanto, humildemente pido disculpas por no haber sabido resistirme a ir saltando de una cosa a otra.
De lo que yo quería hablar es de mi tío Pepe. El tío que hoy, es cuando me doy cuenta de que me marcó más de lo que yo pensaba.

Mi tío Pepe, casado con mi tía Agustina, hermana de mi padre, era Marino profesional. Un auténtico lobo de mar y orgullo de la Armada española, como persona y como profesional. Un tío, que como ya he dicho tenía más vocación de abuelo que de tío, sobre todo por el modo de cobijarme en sus rodillas y contarme bonitas historias del mar. Y bien que lamento a día de hoy no recordar textualmente ninguna de ellas. Era muy pequeño. Pero estoy seguro de que muchas de ellas subyacen muy en mi interior, y que seguramente también son la base de las historias que de vez en cuando se me ocurren y con las que me sorprendo a mí mismo.

Por entonces, yo no era un niño muy apegado a la televisión. Al menos no lo recuerdo. Creo que prefería las rodillas de mi tío Pepe, las recias pero cariñosas manos con las que me sujetaba, las bromas que siempre me gastaba y las historias que me contaba. Me quedaba literalmente embobado escuchándole.

Tengo que volver a lamentarlo: ¡¡Cuánto siento no recordar aquellas historias que me contaba mi tío Pepe!!. Adornadas siempre con aquella su voz profunda, me cautivaban hasta lo indecible. Aquello era una buena forma de tenerme alejado de toda gamberrada posible. En esos momentos, yo no quería hacer otra cosa que escucharle.

¡Mi tío Pepe! Un hombre bueno, un hombre integro donde los haya, del que no recuerdo un solo enfado ni nada que no fuera una palabra amable para con todo el mundo.

Tenía una costumbre conmigo aparte de aquella de contarme historias. Bueno, realmente tenía dos, que sin esforzarme lo más mínimo, acuden a mi memoria. Y es que hay cosas que se quedan marcadas para toda la vida. Y las bromas que me gastaba jugando con su dentadura postiza y haciendo muecas imposibles, tal vez con más intención de hacerme reír, más que de asustarme, eran memorables. Entrañables, diría yo.

Si asustarme era lo que pretendía, nunca lo consiguió. Yo sólo sabía reírme con aquello. Me reía hasta dolerme las tripas. Yo no debía de tener mucha conciencia de lo que podía ser una dentadura postiza y tal vez por eso no lo veía en él como algo que pudiera asustar. Nunca se cansaba de hacerlo conmigo. Bastaba que le dijera: “Tío Pepe, haz eso, ponte feo”, y él ya sabía a que me refería. Se sacaba la dentadura postiza y hacía mil y una muecas inimaginables.

Era él regordete, de cara amable y poseía una considerable papada. Aquello le permitía una plasticidad de gestos inagotables. Yo, me moría de la risa y entonces él, para rematar la faena, me atenazaba con sus fuertes brazos, y con sus robustas manos me cosía a cosquillas. Yo, ni tenía escapatoria ni quería escapar.

Continuará...

Mi tío Pepe - 5 -

J.C.Ojeda García del Moral
El Viejo Capitán
2002

Mi tío Pepe 3


3

De acuerdo, vais a saber de otra. Un día por ejemplo, me metí en un agujero de la nariz la cuenta de un collar de alguna de mis primas. Estaba por ahí suelta dando vueltas y había que hacer algo con ella. ¡Y no se me ocurrió otra cosa mejor! No sé si la empujé más de lo debido, la aspiré o que narices pude hacer - nunca mejor dicho -, pero el caso es que se me introdujo tanto, que no pude volver a sacarla. ¿Solución? Llevarme deprisa y corriendo a un médico de urgencias para que me la extrajera con unas pinzas. ¡Que rico! ¡Pero que rico era aquel niño!

No sé si siempre me llevaban al mismo sitio, pero si era así, estoy seguro de que los médicos debieron llegar a hacer apuestas entre ellos sobre la nueva ocurrencia que me iba a poner de nuevo en sus manos.

¿Qué si hay más? ¡Por supuesto que hay más! Una de ellas se puede calificar de normal, porque ¿qué niño de la edad que yo tenía – vuelvo a recordar que eran unos siete años -, no se ha roto alguna vez una ceja jugando al fútbol? Eso fue lo que me pasó a mí. Me partí una ceja tropezando y dándole un cabezazo a una de las robustas columnas de granito que hacían guardia en el patio de aquella casa de dos alturas. Un patio de luz y plantas en grandes maceteros de piedra. Algunas de ellas, enormes palmeras que regalaban su sombra en el cálido verano. Un patio, en el que también hice mis pinitos como torero con algún otro amigo que venía a casa, y con el que me turnaba en el uso del capote y el estoque - que no eran otra cosa que un pedazo de tela y el palo de una escoba -, y en hacer de toro. Un patio en el que jugaba con un camaleón del que no recuerdo que terminó siendo. Un patio del que si me pongo a recordar cosas, tampoco terminaría nunca. 

Si la herida del corte de la navaja de afeitar sangró en abundancia, la de la ceja, ya fue un escándalo. Esas heridas, por pequeñas que sean, siempre sangran mucho. ¿Adivináis el resto? Exacto. ¡Corriendo a la casa de socorro a que me dieran unos puntos! No, desde luego, conmigo no se aburrían en casa.

Tranquilos, creo que ya solo me queda un par de aventuras más que contar, a menos que por el camino de los recuerdos acuda alguna otra. Si lo de la ceja decía que se puede calificar de normal, lo siguiente que voy a contar ya no se puede calificar de igual forma. Durante un tiempo estuve enfermo. Creo recordar que de sarampión. Parte del tratamiento que me pusieron, requería la toma de cierto medicamento amarillo y espeso. Lo recuerdo muy bien. No así el nombre, pero sé cómo era y… cómo sabía. Y precisamente esto fue lo que me llevó a hacer otra de las mías. Tenía un delicioso sabor dulzón a vainilla. Estaba buenísimo. No tardé en echarle el ojo, y en cierta ocasión que se quedó encima de la mesilla de noche, a mi vera, di buena cuenta de él.

Poquito a poco al principio, cucharadita a cucharadita para que no se notara, pero al final sin parar. Bueno, si que paré, pero no recuerdo si llegué a consumir el frasco entero. Si no fue así, debió de faltar muy poco.
Lo siguiente, fue despertarme en una habitación y en una cama que no eran las mías. ¿Dónde estaba? ¡Eso es! Lo habéis adivinado. Estaba en algún lugar de urgencias. Acababan de hacerme un lavado de estómago. Una intoxicación de caballo me había llevado hasta allí. ¡Que bárbaro! recuerdo todo esto ahora, desde la perspectiva que dan los años y compadezco a los que tuvieron que sobrellevar mis gamberradas casi diarias.

Unos años más tarde, leyendo las aventuras de Daniel el travieso, recuerdo que pensaba que aquello no era nada comparado con lo mío. Es más, en cierto modo, hasta me sentía solidario con Daniel.

Por cierto, a riesgo de ser pesado, ¿sabéis lo que hice en unos carnavales? Unos carnavales en que me disfracé de Baco, el dios del vino. ¿No? Os cuento. Iba yo muy bien compuesto con mi túnica - una sabana -, mi corona de hojas de parra, mis sandalias, y... mi correspondiente racimo de uvas. Un racimo de deliciosas uvas que no debía pesar menos de un kilo. Tal vez algo más.

Como es natural, yo había empezado a probarlas ya antes de salir de casa, pero el picoteo siguió después. Al principio las tomaba estratégicamente para que no se notara, pero llegó un momento en que no había forma de disimular nada. Me decían: “Para, para, deja de comer uvas que te vas a poner malo...”. Pero yo no hacía el menor caso; yo a lo mío, que para eso eran las uvas, para comérselas.

Así que seguí, seguí, seguí... Lo cierto es que por lo menos dio tiempo de hacer unas fotos, que todavía hoy conservo, en las que aún podía verse el racimo de uvas.

Seguí y seguí picoteando uvas hasta terminar con el racimo entero. La cosa no fue muy grave, pero el empacho que pillé me hizo comprender a qué se referían cuando me advertían que me podía poner malo.

Como se puede comprobar, era lo que se decía todo un “angelito”. Puedo dar gracias a Dios de que mi cuerpo no conserva demasiadas marcas de todas aquellas aventuras. Tal vez llegué a ostentar algún record, pero ese no era el de las marcas en el cuerpo. Ese pertenecía por derecho propio a mi hermano Luis, que en paz descanse.

Continuará...

Mi tío Pepe - 4 -

J.C.Ojeda García del Moral
El Viejo Capitán
2002

Mi tío Pepe 2


2

Resulta que siendo muy pequeño, teniendo apenas seis o siete años, yo viví en Cádiz. Más concretamente en un pueblecito costero de pescadores llamado Sanlúcar de Barrameda. ¡Cuántos son los recuerdos que acuden a mí con solo escribir su nombre! Los paseos por la playa, las carreras de caballos que se celebraban y se siguen celebrando en verano en sus orillas. Incluso el sabor y el olor del pescadito frito – “pescaíto frito” para los lugareños” -, que con la familia iba a comer a Bajo Guía, todavía llega hasta mí. Cierro los ojos, me recreo en ello, y percibo hasta el olor de la fritura con total nitidez. Pero aún cuando todo esto pudiera bastar, no es suficiente. Hay más. Y aquí es, dónde viene lo bueno. La familia con la que yo viví en Sanlúcar de Barrameda, eran unos tíos míos por parte de mi padre. Pero de quien quiero hablar ahora, es de mi tío Pepe. Un tío al que recuerdo con el cariño con el que se puede recordar a un abuelo al que has adorado. Y esto es fácil de entender si digo que era un tío con más vocación de abuelo que de tío. La paciencia y el cariño que gastó conmigo son de los que no tienen medida.

Ahora miro mi mano izquierda, y la huella con que está marcado el dedo anular me trae otro recuerdo. Esa marca la llevo desde entonces, y la llevaré para siempre. Haciendo caso omiso del peligro que entrañaba el ponerse a jugar con las navajas de afeitar de mi tío Pepe y que usaba el barbero que a diario pasaba por casa para afeitarle, me hice un profundo corte en un nudillo. Recuerdo que me callé como un muerto y no dije nada a nadie. Y es que muerto de miedo estaba. No hice nada para cortarme como no fuera el no hacer caso cuando me decían lo que no debía tocar. Se podría decir que el endiablado filo de aquella navaja, me corto por sí solo. ¡Y vaya que si me cortó!

El corte era bastante feo, profundo y sangraba abundantemente. Me las arreglé para contener la hemorragia echando mano de algodones y vendas, pero aquello no dejaba de sangrar. Yo cada vez con más miedo en el cuerpo que siete viejas y con una buena rebanada de algo que más que piel de mi dedo, que no estaba donde tenia que estar.

La sangre por su solo color, ya escandaliza, pero cuando su abundancia sobrepasa ciertos limites, ya te hace pensar y darte cuenta que hay que hacer algo más. Y no digamos ya a los ojos de un niño como yo era. Nunca se me olvidará la cara de mi tía Agustina - hermana de mi padre -, cuando acudí a ella con semejante papeleta. ¡Pobrecita, había vuelto a hacer una de las mías! En realidad, una de tantas, porque si me pusiera a hacer una lista, no acabaría.

Ahora recuerdo algunos de aquellos episodios y no puedo evitar sonreír con algo de nostalgia. Pero sonrió, no por pensar que en su momento aquellas barrabasadas hicieran gracia a quienes tuvieron que soportarlas, sino por el toque especial que les da el recordarlas con el paso de los años recordarlas. Es como retrotraerse a aquellos tiempos. ¡Y es que veo tan claras algunas cosas ahora mismo! Me parece estar allí en este momento y con aquellos años. Pero visto todo desde los ojos de un adulto que fuera testigo de las travesuras de un niño que no sabía estarse quieto. 

¡Sí señor! Fueron muchas las barrabasadas que yo cometí aquellos años. Creo que en algún momento debí de ostentar un bonito récord en algún lugar. Entonces no existía el Guiness de los récords, pero si hubiera existido, sin duda yo habría figurado en sus páginas.

Aunque sólo sea de pasada, y sin entrar en detalles - mentira, me conozco y sé que terminaré metiéndome en harina como siempre -, diré unas pocas para que los que las lean se hagan una idea. No puedo resistirme a no hacerlo.

Yo fui capaz de las cosas más extrañas. Por ejemplo, estuve una vez a punto de ahogarme en la playa sin ni siquiera estar bañándome. Ni entonces ni ahora soy consciente de cómo pude hacerlo ni de cómo ocurrió, pero el caso es que me ocurrió. Sólo sé que estaba de pie en la orilla viendo como la espuma cansina lamía mis pies. Pies que eran cubiertos poco a poco por la arena empujada con el vaivén de las olas. El cosquilleo de la arena era placentero.

Cada vez más. Cada vez la arena llegaba más y más arriba. Me fue cubriendo los tobillos, después las pantorrillas... Y no me preguntéis que más pasó porque eso es lo penúltimo que siempre he recordado. ¡Fue el colmo! ¡Estuve a punto de ahogarme sin ni siquiera meterme en el agua! ¡En la misma orilla de la playa! ¡Que vergüenza! Supongo que en algún momento me debí de sentar porque de otra forma no me lo explico.

Tras lo que me pareció un instante, me vi tendido en la arena, bocarriba, rodeado de un montón de gente que me miraba inquieta. Yo, vomitando borbotones de agua salada. Alguien me estaba haciendo el boca a boca.
Me costó darme cuenta al principio de que el protagonista de todo aquello, era yo. ¡Pero vaya susto que me llevé cuando lo supe!

¿Otra travesura? ¿Queréis que os cuente otra? Porque… ¡hay más!


Continuara...

Mi tío Pepe - 3 -

J.C.Ojeda García del Moral
El Viejo Capitán
2002

viernes, 27 de junio de 2014

Mi tío Pepe 1



1


Digamos que hablar a estas alturas de lo que me gusta todo cuanto trate de los astros, el cielo en la noche, la noche en sí misma, la luna en todas sus combinaciones habidas y por haber; así como todo cuanto tenga sabor marinero, sería algo harto conocido por unos cuantos amigos. Pero no, en esta ocasión vengo a contar algo que incluso ellos ignoran.

Muchas han sido las veces en que me he preguntado de dónde me viene a mí la pasión que tengo por el mar. Porque sin duda, es pasión. Pasión debe ser lo que se siente cuando se le cae a uno la baba por algo. Y la baba es lo que a mi se me cae cuando contemplo la silueta de un velero por ejemplo. Recreo mi vista en todos y cada uno de sus mástiles, en cada una de sus velas hinchadas al viento, me embelesa ver la cresta plateada del mar partido en dos por la proa, y las olas más bravías que se rinden al paso de la quilla de un buque con aires de no detenerse ante nada.

Pido perdón por el símil pero también se me cae la baba al sentir en mi rostro el ímpetu de la brisa que silba al sortear los mástiles. Y qué no decir cuando siento crujir bajo mis pies, el maderamen de la cubierta. O cuando percibo en mis labios el sabor salino del agua del mar que se desgrana al embestir los costados de la embarcación. Todo esto siento al contemplar la imagen de un velero. Sea en vivo, en fotografía, en pintura o en una figura de metal forjado. Todo en esta vida tiene un por qué y días atrás, me dio por pensar desde cuando me viene esto. ¿De que me viene a mí esta pasión? Soy de secano, de interior. Pero por alguna parte tiene que estar el origen de todo esto.

Puede ser que suene irreverente, pero es para pensar si no será que en una vida anterior tal vez haya sido uno de esos marinos intrépidos que hace siglos partían del puerto en un vetusto velero. Que partían en pos de una aventura y siempre con la incertidumbre de si volverían a casa o a pisar tierra firme, allá donde les llevaran los vientos, esos vientos siempre inciertos e imprevisibles.

¿O seré simplemente un navegante frustrado? Alguien que debió hacer más caso a la llamada de una vocación que no supo escuchar atentamente. ¿Será eso lo que soy? Tal vez. ¿Quién lo sabe?. El caso es que, como digo, hace poco me dio por buscar el origen de esto y no me ha costado encontrarlo. Hay un origen que se me antoja claro y meridiano. Puesto a bucear en los recuerdos, he llegado a mi más tierna infancia.

Paso a contaros...

Mi tío Pepe - 2 -

J.C.Ojeda García del Moral
El Viejo Capitán
2002

miércoles, 25 de junio de 2014

Juguete roto



Era la del juego, otra de nuestras muchas rutinas. En los perros, tan importante como en los humanos. A través del juego se desarrollan muchas habilidades y se esquiva la marcialidad de aquello que por cotidiano se hace anodino.

Salíamos a la calle, íbamos al decampado cercano a casa y, una vez la soltaba, Noa salía disparada hasta el matorral donde escondíamos todos los días la rama con la que jugábamos. De primeras, yo la impedía cogerla. La decía: “¡No!” – se paraba en seco y no la tocaba -. “A hacer tus cosas primero.” Entonces ella en dos o tres minutos, hacía sus necesidades. Ya desahogada, venía a mí contenta y me miraba como diciendo: “¿Jugamos ahora?”


“¡Muy bien!” – la decía yo estimulándola con un par de caricias. “¡Vamos! ¡Tráeme el juguete!”


Ella volvía al matorral como alma que lleva el diablo, cogía la rama y me la traía. Era siempre la misma rama. Nuestra rama. De unos cuarenta centímetros de largo y unos cuatro o cinco de grosor.


Cuando llegaba a mi altura, o la soltaba a mis pies o dejaba que se la cogiera de la boca sin poner resistencia. Después sería distinto. Daba unos pasos atrás y se ponía alerta, muy tensa, con las orejas en punta, dando saltitos cortos sobre las patas traseras. Haciendo el caballito. Sabiendo que se la podía lanzar en cualquier momento y en cualquier dirección.


No importaba lo lejos o lo fuerte que se la lanzara. Sin perderla de vista, salía rauda a buscarla. Como las balas. Por muy oculta que quedara entre los arbustos, siempre se las arreglaba para encontrarla. A veces me sorprendía acercándome al lugar donde había caído pensando, inocente de mí, que tendría que ayudarla. Pero siempre la encontraba. Incluso de noche. Su olfato era más fino que mi vista.


Luego de lanzarla varias veces, venía la sesión de regates. Entonces venían las carreras arriba y abajo. Literalmente me toreaba con habilidad exquisita. Pasaba a mi costado como una centella burlando todos mis intentos por capturarla. Las veces que conseguía hacerlo eran porque ella quería que así fuera. Y ahí venían los forcejeos para quitarle la rama de entre los dientes. Otro juego dentro del mismo juego. Carreras y requiebros.


Así nos pasábamos durante unos veinte minutos. Así terminaba de sedienta ella cuando llegábamos a casa. Sobre todo si hacía calor.


Esa rama era nuestro juguete. Yo decía la palabra juguete, y ella ya sabía lo que venía después y lo que tenía que hacer. Terminábamos de jugar y yo la volvía a colocar en el mismo arbusto. Cada día. Todos los días.


El caso es que hace unos pocos días tuve la necesidad – la extraña necesidad -, de pisar ese descampado. Desde hace casi dos meses, desde el día en que Noa dejó de estar con nosotros, yo no había vuelto a pisarlo. Evito en lo que puedo hasta mirarlo cuando paso delante de él cada día. No me veo capaz de mirarlo sin imaginara a Noa correteando por él como ella lo hacía.


Y es harto difícil, porque está muy próximo a casa, en la acera de enfrente, y por fuerza al volver del trabajo, tengo que pasar por delante todos los días. Pero agacho la cabeza si voy andando o procuro mirar al frente si voy en coche.


Fui al descampado. O ya no es el mismo, o mis ojos ya no lo ven igual. Me costó poner los dos pies en él. Lo miraba desde la acera pero no terminaba de entrar en él. Lo que antes era un fresco vergel cuando ella me acompañaba, ahora es un árido desierto de hierba seca por todas partes. Anduve unos pasos… pero me pareció llevar plomos en los pies. Tampoco fue mucho lo que anduve. No podía.


Y entonces, tras coger aire, hice lo más difícil. Dirigí mis pasos al arbusto del que he hablado antes. A un metro escaso de él, se me hizo un nudo en la garganta. Se me saltaron las lágrimas. Tuve que clavar las rodillas en el suelo… La rama, nuestra rama, seguía allí. En el mismo sitio de siempre. Donde la dejamos Noa y yo el último día que jugamos. La víspera de su partida.


Si nada en ese descampado es ya igual que antes, la rama tampoco. Ahora me parece una rama seca y más inerte que nunca. Una rama que en la boca de Noa parecía cobrar vida propia, ahora la veo y creo que carece por completo de ella. Al principio no me atreví a tocarla, me limitaba a mirarla como se mira un objeto de culto. Después de unos minutos conseguí acariciarla ligeramente con la yema de los dedos, mientras repasaba recuerdos.


Y no, la rama ya no es la misma tampoco. Seca, áspera entre mis dedos… No es la misma rama. Esa rama también ha perdido su vida. La tome entre mis manos unos segundos, y me bastaron para darme cuenta de ello. No tardé en volver a dejarla en su lugar. Y allí se quedó. Tuve el aplomo de hacerle una foto con mi teléfono móvil y unos minutos después me fui de allí.


Volví para casa con pasos plomizos. Sin mirar para atrás. Noté más que nunca que me faltaba algo a mi costado acompañando mis pasos. Se me había olvidado lo que era regresar a casa desde ese descampado en soledad.


No… la esencia de esa rama ya no es la misma. Se ha diluido en el aire.
Ahora es… un juguete roto.


¡Cómo pueden cambiar las cosas!

J.C. Ojeda García del Moral
El Viejo Capitán
2009

martes, 3 de junio de 2014

Hoy quiero leer





Hoy quiero leer,
con ojos ávidos,
tus versos ingrávidos,
y tus rimas por doquier.
Hoy quiero leer,
Tus versos soñadores,
Siempre turbadores,
Caricias de oropel.

Hoy leer quiero,
Inundarme de tus palabras,
Sentir que me abrazan,
Y me envuelven sin remedio.

Hoy leer quiero,
A la brisa que te envuelve
Y que siempre resuelve
Traerme tus recuerdos.

Hoy quiero leer,
Para recordar
Para no olvidar
Tu sonrisa de ayer.

Hoy quiero leer,
Para poder vivir,
Sin sentir
Tus miradas otra vez.

Hoy leer quiero,
Los susurros del viento.
Dialogar con mi tormento.
Apagar este dolor fiero.

Hoy quiero leer,
Verso a verso,
Todo tu universo
De maravillas a granel.

Hoy leer quiero,
Para amarrar mis penas
Y sentir en mis venas
La luz de tu lucero.

Hoy quiero leer,
Tus versos encendidos,
Tus brazos extendidos,
Acogiéndome otra vez.

Hoy quiero leer,
Este verso que dice…
¡Tonto, claro que te quiero!
¡Ven conmigo! ¡Abrázame!
¡Ven…!


¡Tonto de mí!
¡Ese no lo había leido!
¡Voy cariño, espérame!


J.C.Ojeda García del Moral
El Viejo Capitán
2004